Realizado el descubrimiento del Nuevo Continente, comenzó la conquista como una carrera imparable por conseguir la riqueza y además el poder.
A partir de Hernán Cortés, cada conquistador llevaba sus capitulaciones con la Corona en las que se contenían títulos que conferían poder casi ilimitado en lo civil y lo militar, tales como Adelantado, Capitán General y Gobernador, todos ellos atesorados en la misma persona, como es el caso de Pizarro. No menos codiciados eran los títulos eclesiásticos de obispos, arzobispos o protector de los indios que conferían poder incluso para intervenir en repartimientos y encomiendas.
No menos codiciados fueron los cargos de Oficiales Reales (contador, factor y veedor), que controlaban toda la presa del rescate y el porcentaje correspondiente a la Corona. Los tributos, o sea.
Para poner orden en este desiderátum de cargos, la Corona creó la figura y cago del Virrey o Visorrey, de poder casi ilimitado, omnímodo y preponderante sobre el resto de los cargos. A cuenta de intereses de virreyes, se crearon audiencias, obispados e incluso se establecieron nuevos límites y naciones, como la separación de Paraguay y Uruguay de Argentina.
Hasta la disolución de esta figura, tan cuidada por Carlos III, es enorme la lista de virreyes y sus grandes poderes y se hace inenarrable sus hechos y venturas. Quizás sería equiparable a la figura de presidente autonómico.
Nombres y nombres se pueden poner de ejemplo. Pero ninguno más exacto que el de Rubalcaba.
martes, 4 de enero de 2011
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